Hemorragia en el Tejado del Cielo de mi Casa





Querida majestad: 

Nunca me has observado. Nunca me miraste. Jamás me has visto. Soy una mujer de 40 años que miento sobre mi edad entre veleidosas convulsiones. Me dirijo a tí porque Dios ya está jubilado y no atiende a mis peticiones. Tampoco le doy nada ya. Mi soledad hoy es un glaciar negro y tú eres mi único recurso. Pongo toda mi confianza en ti. Te presento aquí, en esta carta, unas pinceladas de sangre, que te aproximarán a mi vida: 

Mi momento es turbio, más aún que la adolescencia, esos restos de mutilación que se inyectan en la historia del ser humano hacia los quince años. 

Por aquellos días volaban los buitres como carne muerta alada, hambrienta de carne muerta estática. Llegaban los hombres a mí, casi siempre, de manera anal, porque mi abuelo de éllo sacaba su sueldo para que pudiésemos vivir. Mi abuelo y yo, en un coche, trabajábamos las carreteras de España, los hostales de camioneros. En fin, yo era prostituta especializada en camioneros. El primer encuentro que tuve con el sexo fue con uno de ellos, uno rubio, joven y guapo. No se desnudó ni me acarició. Dejó intacto mi himen, pero me metió una navaja de veinte centímetros por el culo. Ocurrió en un pegaso blanco vacío de carga, a las diez de la mañana de un abrasador día de verano. Esa fue también la primera vez que ingresé en un hospital. Tuve suerte. Anduve muy cercana a la muerte. Perdí mucha sangre pero no vi ese túnel ni esa luz de la que hablan los que vuelven de morir. Solo vi a Jesucristo bajar de la cruz; quitarse el taparrabos y hacerse una paja que terminó en eyaculación de confeti de reyes gitana. Siempre me adoraron los gitanos; decían que tenía piel de perpeló. 

Maté a ese cerdo güero de ojos azules que me rajó por el esfinter de aquella triste manera. Le coloqué un tiro en la boca y otro en los huevos con un viejo Colt 45 semioxidado que guardaba como diamante mi abuelo. 

Mi abuelo siempre me quiso con locura, me llamaba muñeca; él me enseñó todo lo que sé, y nunca me puso la mano encima. ¡Cómo le quiero! Todos los 11 de abril voy a besar su tumba. Nunca le guardé rencor por ejercer de proxeneta conmigo, al contrario. Era tierno como tallo de amapola a la vera de la vía del tren. Le recuerdo con todo mi amor, y cuando evoco su imagen noble, deseo que el cielo sea mi corazón. 

Me dediqué a la ruta de los camiones durante años, hasta que cumplí los 20. Aprendí todo lo que la aventura de la vida puede enseñar; lo ominoso y lo maravilloso, pero en todo ese tiempo no me enamoré de nadie que no fuera mi abuelo. 

No hay dos tipos de hombres. Los hombres no se pueden dividir; sólo hay un tipo de hombres: los que mueren. 

Bebía mucho en aquella época de puta de carretera. Solía tomar combinados. Todas las combinaciones que pueden hacerse con la ginebra, el vodka, el whisky, el ron y el vino. Iba con una minifalda negra de cuero tan corta que hasta en posición normal se me veían las bragas. Era guapa y tenía los pechos grandes y duros; se los enseñaba a cualquiera que me lo pidiera. Siempre me gustó parecer más alta de lo que soy, por eso usaba tacones. Huesos astillados que atraviesan el corazón del hombre cuando su deseo anochece. Hoy estoy descalza, porque es otoño en mi vida. Solía ir a las discotecas a mover las nalgas para provocar peleas. No había cosa más excitante para mí que ver fluir la sangre de un tipo al ser golpeado por otro, aunque siempre acababa follando con el ganador. El boxeo es la demostración pública de la escondida homosexualidad de los hombres, su acto sexual disfrazado de deporte. Bailaba a Sister Sledge y me emborrachaba hasta caer al suelo. Hice eso durante años. Al final la cosa degeneró mucho. Me gastaba todo mi dinero bebiendo e invitando. Así que cuando ya la esquizofrenia del alcohol se cebaba en mí, llegaba a cometer atrocidades que no me atrevo ni a contar. Bebía vasos llenos de pis. Le pedía a la gente que meara en mi vaso y lo hacían. Tenían un ataque de risa cuando veían que me lo acababa de un trago. A veces vomitaba, otras no. En alguna ocasión era yo la que jañaba en la copa. 

El cielo rosa y las nubes rosas de los amaneceres llenaban de alegría mi alma. Contemplaba completo el desfallecimiento del alba, y entonces las lágrimas irrumpían en mis ojos. Y al aparecer el sol por el sereno horizonte, se formaba un arcoiris de lágrimas. Lloraba de belleza. Siempre lloré por eso, nunca por otra cosa. 

A los veinte años me casé con un chaval de dieciocho, adicto al speed-ball de cocaína, speed y heroína. Ahí terminó mi carrera de coscolina de camioneros, y empezó mi etapa de esposa -ama de casa- yonqui. Dejé de trabajar porque mi marido lo quiso. Al principio me llenó de orgullo, pero al cabo del tiempo vi que nos deslizamos hacia el infierno de la miseria por un tobogan impregnado de aceite a la velocidad del amor. Mis ángeles tienen una factoría de arcos y flechas, pero en realidad es la tapadera de una red de traficantes de besos. Mi ángel de la guarda era el único en quien podía confiar, pero murió hace trece años. Mi marido aún vive. Consiguió dejar las drogas y ahora es subdirector de una empresa de venta de ordenadores. Yo jamás logré apartarme de las drogas ni del alcohol, creo que nunca lo intenté en serio. Amo mis adicciones porque son mis cremas interiores de belleza eterna. Soy una puta que leyó bastantes libros en una época en la que me tocó pasar una temporada en la carcel por sedición. Siempre supe escuchar. 

El recuerdo mas hermoso que guardo de mi ex marido (hace mucho tiempo que no le veo) es el de aquella frase que me dijo una noche, totalmente ciego, a la orilla del mar Mediterráneo,con las estrellas bailando a San Vito, con la luna hinchada de fulgor y la arena haciéndome cosquillas en el coño: "Estás preciosa con las medias rotas, los tacones rotos, y tan borracha que podría robarte, sin que te dieras cuenta, hasta el corazón". Realmente estaba drogada y ebria, pero jamás se me olvidarán aquellas palabras en susurro mezcladas con la brisa del mar, palabras que en el laberinto de mis huellas dactilares se perdieron por siempre en mí. Recuerdo aún con emoción el suave tacto de su piropo en mis dedos. Esta dulzura no era habitual en él. Se pasaba el día en casa sin hacer nada absolutamente. Dejó el trabajo y, por supuesto, tuve que empezar a trabajar de nuevo en lo único que sabía hacer hasta la fecha. Acudí a mi abuelo para pedirle que nos volviéramos a asociar, pero le encontré enfermo de cáncer y de amor por los recuerdos. Murió al poco tiempo. ¡Qué desierto de tristeza me invadió! Casi no pude soportarlo, pero ni una sola lágrima de mis ojos brotó. Su epitafio dice así: "Me cago en mis muertos. Amén". 

Un gran tipo, mi abuelo, el amor de mi vida. 

No hubo más remedio que ponerme a trabajar por mi cuenta fuera del circuito de los bares de carretera, porque sin la protección de mi abuelo estaba perdida. Empezé en la calle Desengaño. Tenía un amigo saxofonista que vivía por allí, y él fue presentandome a la gente adecuada. Apenas tuve problemas en aquella época, además tenía a los negros cerca para conseguir caballo. Bolsas de plástico bañadas en saliva de oro, que al desplegarse, ya vacías de la ilusión celestial, se tornan en paracaídas diminutos, parche para las cicatrices de la basura del alma. Un reloj en la esquina que siempre marca la sempiterna misma hora, y un barco encallado donde viven las condesas de las ratas y los duques espectrales del ruido, de la sordidez quieta, sangre helada de un mundo que está pidiendo a gritos de caricia el apocalíptico bombardeo último de los pétalos blancos de la muerte y una cuna con sonrisa de estrellas. Las margaritas nos hablan del amor, pero siempre hacemos trampas con las margaritas; hay una hoja que contamos o no contamos, y siempre dicen: "me quiere". La heroína es así. Y la ginebra una princesa. 

Voluntad, no existes, y Dios, como ya dije está jubilado, es inútil. Tú, mi rey, eres la unica esperanza que me queda, por eso he tenido la osadía de dirigirme a tí, contandote un poco de mi historia, para no serte totalmente desconocida. 

Los años van pasando y mi juventud se acaba. Eso es lo peor que puede ocurrirle a una mujer: tener consciencia de su fugitiva belleza. Buen horror. También cruza mis pensamientos mi ataud, mi garabuy, y el crepúsculo de los dioses del cine en mi infancia: un escritor de guiones, ahogado, flotando en la piscina de una vieja estrella del cine mudo. La hermosura se me va, y quiero que se reencarne para que sea eterna. Rey de mi cielo y de mis súplicas, quiero tener un hijo. Quiero tener un hijo para perpetuar la esencia del arcoiris de lágrimas. Sólo tú puedes ayudarme. Este es el objetivo fundamental de esta carta. Has de saber que en aquella mañana aciaga con el joven camionero rubio, me quedó destrozado un ovario por el navajazo. Y un tiempo después me descubrieron en el otro, que yo suponía sano, un quiste, que al cabo de unos meses, terminó con el. 

Rey de mi alma, como esclava tuya que soy, te pido humildemente que te apiades de mí. Como ves no puedo tener hijos por mí misma. Y estoy arruinada, no tengo recursos. Te demando un milagro, porque yo sé que eres el sustituto de Dios en la tierra ahora. Rey mío, haz que un hijo surja de mis entrañas. Yo sé que el dinero todo lo puede. He leído cosas increíbles en periódicos, avances espectaculares en la genética. Y si ningún metodo científico lograra el cumplimiento de mi deseo, por favor, cómprame un niño con dinero de las arcas del Estado para así hacer que la beldad aceitosa de los mares cubra la tierra para toda la eternidad. Te ofrezco a cambio un hechizo que hará que todos los inviernos nieven pétalos en el día de Navidad. 

Javier Corcobado
 

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